Se encontraban un día de invierno, solos en la oscura claridad de la nieve. Tiritando de frío al compás de la rígida música del invierno. Porcelana y Dorado no se miraban. No por timidez, sino porque cada uno tenía lágrimas suficientes en los ojos como para no poder ver lo que los rodeaba. ¿Por qué las lágrimas? No lo sé, no me atreví a preguntarles. Pero estoy segura de que no por el tiempo ni la nieve. Y no lo digo por adivina, sino porque yo estaba allí y no me ocurría lo mismo.
No estuvieron mucho tiempo ahí, sin descubrirse el uno al otro. Esto sucedió a través de un leve choque, tratando de caminar rumbo a la salvación. Y de hecho la encontraron.
De tibieza se transformaron sus rostros. Pero al cesar sus sonrisas. El viento cayó con ellos, y rendidos de cansancio se dejaron caer apoyados sobre mi corteza, en una caricia que parecía eterna. Mis hojas los acariciaron suavemente para cobijarlos.
Dejaron de pensar y sólo soñaron.
Al despertar ya era primavera. De mis desnudas ramas, habían crecido flores, hermosas flores; pero lo extraño es que, tan puros seres, al rozar mis raíces, florecieron completamente mis ramas. Doce millones de hijos, de todas clases: rosas, narcisos, jazmines, amapolas, violetas y hasta enredaderas doradas, que abrazaban mi débil tronco. Entonces, me di cuenta, de que Dorado se llamaba Dorado, debido a su tan fuerte y hermosa alma, capaz de luchar toda una vida por un objetivo y que hasta que duerma, de repente, en el epitafio de su conciencia, no da crédito alguno a quien le hiciera ignorar sus objetivos y su fe. Y que Porcelana se llamaba Porcelana, por su alma frágil y bella, infinita en amor y belleza, pero más destrozada que nunca. Como el sol y la luna, en su amor inconcebible.
- Dorado -susurró Porcelana- ¿Por qué estamos aquí?
- ¿Dónde estamos? No lo sé, sólo recuerdo lo que ha sucedido antes -dijo- y no estoy feliz por ello.
- Es verdad -dijo Porcelana, con tono de penumbra.
- Es verdad que no entiendo por qué nos expulsaron, después de todo, sólo queríamos enseñar a crear un mundo nuevo.
- Es que no entienden. Y cuando no entienden, saben que lo mejor es hundirse y como topos, cubrirse de tierra hasta no oír más. Entonces viven "La vida correcta".
Mis ramas se estremecieron. No sabía que ese mundo existiría. Tampoco sabía qué decir, aunque no pudiera hablar.
¡Qué impureza hay, expansiva y que no deja ver la vida!
... que nos engaña, nos encarcela, qué impureza!
Nos quedamos sin movernos, ni hablarnos. Entré al campo de Primavera, en el país soñado.
Ingrid Fainstein Oliveri.
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