jueves, 28 de agosto de 2008

Las misteriosas historias de Carla

Después de muchos años y para mitigar un poco quizás, el terror que me invade con sólo recordar aquellos días, decido hoy contar el acontecimiento más atroz en el que me he visto involucrada.
Ocurrió en un ya lejano verano en ocasión de las vacaciones con mi grupo de amigas. Habíamos pensado en hacer algo diferente: mi prima Carla, varios años mayor que yo, gustaba de asustarme con historias misteriosas, casi anecdóticamente y después de haber desechado varios sitios, relaté a mis amigos un cuento de Carla sobre un fantasma que habitaba en un remoto pueblito perdido en la montaña.
Todos se entusiasmaron ya que queríamos vivir la aventura diferente y nos propusimos hacer las averiguaciones pertinentes.
Fue así que unos días después, y por una serie de casualidades nos informaron cómo llegar al escasamente habitado pueblo, llamado Cumbrefría.
Nadie sin embargo, quiso aportar más datos y todos se mostraban reticentes y asustadizos.
Una mañana muy temprano nos juntamos con Alfredo, Gabriel, Mariana, Javier, Carolina y yo sabiendo que un largo viaje nos esperaba.
Por supuesto, todos tomamos en broma los ridículos cuentos de mi prima, burlándonos de la vulgaridad de aquellos que tienen semejantes creencias.
Llegamos, ya entrada la noche a un paraje en el que decidimos parar a comer y preguntar por el camino a seguir, pues parecía que la ruta terminaba allí. Nos atendió apenas entreabriendo, luego de golpear un rato, un oscuro hombrecillo de barbas largas y mirada torva.
Explicamos nuestras intenciones y tras oponer bastante resistencia, refunfuñando nos dejó pasar. Dijo que ya había cerrado la cocina y nos trajo sólo pan y queso. Cuando le preguntamos por el pueblo Cumbrefría, de repente se puso a temblar como una hoja. Se puso a tartamudear, los ojos se le pusieron blancos, entonces Gabriel fue corriendo a buscar agua.
El lugar era inhóspito, solitario, retumbaban en el aire nuestros pasos.
La noche palpitaba oscura, cerrada; no había luna y todo lo que se veía era gracias a la luz de pocos faroles que había en las esquinas. No había luz, ni rayito alguno que saliera de bajo de las puertas.
El silencio era total, hasta nosotros estábamos invadidos por un silencio pesado como si estuviésemos más esperando escuchar algún sonido que nos orientara hacia algún lugar. No había carteles que nos indicaran algún hotel. No teníamos idea de donde pasar la noche.
Fue Mariana quien avisó que había encontrado un altillo. Así, casi sin ponernos de acuerdo, todos nos dirigimos paulatinamente hacia allí. Cuando llegamos al pie de la ventana, un sonido se escuchaba allí como una música lejana... tal vez un violín.Nos quedamos, quietos, muy juntos, absortos. Las notas musicales nos tenían como hipnotizados. Ya no reíamos, comenzamos a sentir frío.
De repente, la ventana se abrió levemente y notamos que a pasos de la luz había una sombra.
La sombra poco a poco fue haciéndose más real, cobró forma, o eso creímos todos. En eso, el ruido de una puerta abriéndose se escuchó, una que hasta el momento no habíamos visto. Estaba frente a nosotros. Carolina fue la que hizo el gesto de entrar. La seguimos...
Un olor intenso a humedad penetró nuestro olfato, percibimos telarañas en el rostro al surcar la entrada. Cuando nuestra visión se acomodó a la oscuridad, pudimos ver un escenario en ruinas y un viejo telón roto.
La música empezó a sonar más fuerte y los crujidos eran impresionantes. Tuvimos al instante la percepción de una presencia tan real como nuestra existencia. Parecía que la música generaba sombras que juzgaban con nosotros.
Javier quitó poco antes de desaparecer ante nuestros ojos atónitos. La puerta se cerró de golpe. Nos vimos atrapados en el teatro. Los sonidos eran ya ensordecedores. La telaraña espesa… Desesperados, buscamos a Javier.
De repente, escuchamos su voz pero no podíamos verlo. Así con cada uno de nosotros, nos creían invisibles para los demás y nuestros cuerpos cada vez más húmedos en la espesa telaraña. Sentí que fue increíble, pensé que debía de existir, que sólo una vez era perceptible.
No sé cuánto tiempo estuvimos así. Pasaron horas; nuestras voces habían cambiado. Todo estaba ocupado por "la sombra". Fueron los primeros rayos del sol al llegar el día, los que nos salvaron paulatinamente. Volvimos a vernos y reconocernos. Aún presos del pánico, nos movimos lentamente.
El teatro, ahora lo pudimos ver, era un montón de ruinas. Sin embargo, en el piso vimos las pisadas enormes que, claro, no era de ninguno de nosotros.
Cada uno equivalía a, por lo menos, 10 pies humanos. Éstos finalizaban al pie de una escalera, la que llevaba al altillo. En el primer escalón, un empolvado violín aún vibraba.
Ninguno de nosotros quiso subir las escaleras.

Milena Moyano, 3º A.

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