Al despertar ya era primavera. De mis desnudas ramas, habían crecido flores, hermosas flores; pero lo extraño fue que, al rozar mis raíces, esos seres tan puros ayudaron a que florecieran completamente mis ramas. Con millones de hijos de todas clases: rosas, narcisos, jazmines, amapolas, violetas y hasta enredaderas doradas, que abrazaban mi débil tronco. Entonces, me di cuenta de que Dorado se llamaba de ese modo, debido a su tan fuerte y hermosa alma, capaz de luchar toda una vida por un objetivo, dando vida.
Mas aun, en el epitafio de su conciencia, no daría crédito alguno a quien le hiciera ignorar sus objetivos y su fe. Y que Porcelana se llamaba así, por su alma frágil y bella, infinita en amor y belleza, pero más destrozada que nunca. Como el sol y la luna, en su amor inconcebible.
- Dorado -susurró Porcelana- ¿Por qué estamos aquí?
- ¿Dónde estamos? No lo sé, sólo recuerdo lo que ha sucedido antes -dijo- y no estoy feliz por ello.
- Es verdad -dijo Porcelana, con tono de penumbra.
- Es verdad que no entiendo por qué nos expulsaron, después de todo, sólo queríamos enseñar a crear un mundo nuevo.
- Es que no entienden. Y cuando no entienden, saben que lo mejor es hundirse y como topos, cubrirse de tierra hasta no oír más. Entonces viven "La vida correcta".
Mis ramas se estremecieron. No sabía que ese mundo existiría. Tampoco sabía qué decir, aunque no pudiera hablar.
Nos quedamos sin movernos, ni hablarnos. Entré al campo de Primavera, en el país soñado.
Ingrid Fainstein Oliveri.
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